Mierdificación
El término fue acuñado por el periodista Cory Doctorow para explicar la deriva de las grandes plataformas de Internet: si alguna vez fueron útiles y amigables, acabarán forzosamente siendo odiosas.
"Primero, las
plataformas son buenas con sus usuarios; luego, abusan de sus usuarios para
mejorar las cosas para sus clientes empresariales; finalmente, abusan de esos
clientes empresariales para recuperar todo el valor para sí mismas. Después,
mueren."
Cory Doctorow
El universo tiende al caos. La entropía aumenta con el tiempo. En definitiva, todo degenera. Estas leyes inmutables son aún más ciertas en el ecosistema de Internet. En el caso de las plataformas, todo lo que algún día pensaste que era un buen servicio acabará, más tarde o más temprano, dándote asco. Esta tendencia tiene un nombre: mierdificación. El término fue acuñado en inglés (enshittification) por el bloguero y periodista canadiense Cory Doctorow para explicar la deriva inevitable de los gigantes tecnológicos hacia… eso, hacia la mierda.
Su explicación entronca con los postulados más básicos del
marxismo: todas las compañías digitales tienen unos inversores (lo que viene a
ser la burguesía de toda la vida, gente que no desempeña ningún trabajo y que
se lleva la parte más grande de los beneficios) y esos inversores quieren ver
crecer el porcentaje de sus ganancias año a año. Esto lleva a las empresas a
tomar decisiones que afectan al servicio que dan a sus clientes. Aunque no lo
hacen de mala gana, al contrario. Fastidiarlos sólo es una parte más del plan
de negocio. Veamos un ejemplo: Netflix lleva mucho tiempo dándole vueltas a
cómo monetizar las cuentas compartidas de su plataforma. Primero pensó en
añadir un plus a su precio normal. Luego les daba acceso mediante un SMS.
Después barajó subir el precio total de la suscripción. También añadir anuncios
a los productos de su catálogo. Y en esas sigue, irritando a su parroquia pero
sin decidirse por la jugarreta definitiva.
La compañía que ha sufrido más vaivenes de este tipo ha sido
Twitter, o X, o como quiera que se llame mañana la red social de Elon Musk. La
plataforma cambia un día sí y otro también según las ocurrencias de su dueño.
Al poco de hacerse con ella (pagó 44.000 millones de dólares) cambiaba el logo
a placer (durante un tiempo, en vez del famoso pájaro azul aparecía una foto de
un perro). En pro de la libertad, eliminó los ya de por sí deficientes filtros
antibulo. Durante un tiempo dejó de ser pública: los mensajes sólo podían
leerlos los usuarios que poseyeran una cuenta. Añadió un precio a la
verificación de los perfiles. Cada día inventa algo nuevo en su imparable
proceso de mierdificación.
La estrategia de estas plataformas la resumió la escritora
Catherynne M. Valente en un artículo titulado «Dejad de hablar entre vosotros y
empezad a comprar cosas: Tres décadas de supervivencia en el desierto de las
redes sociales». Siempre ha sido así, desde el principio de Internet, en los
albores de los años noventa. Todo fue siempre un proceso degenerativo.
«Prodigy, Geocities, Collegeclub.com, MySpace, Friendster, Livejournal, Tumblr,
Twitter. Y la cuenta sigue. Y seguirá», escribe Valente, que expone toda una
lista de agravios recibidos por las redes sociales de las que fue usuaria.
Pervierten el sentido original del sitio, lo inundan de publicidad, piden
dinero, venden tus datos, se convierten en altavoces del fascismo, etc. «Si
creces lo suficiente, como Facebook, todo eso sucede a la vez sin
interrupciones en el servicio», añade la autora.
La idea, por supuesto, siempre fue hacer dinero. Lo que
ocurre es que la actual desesperación por obtener más y más ganancias está
aproximando peligrosamente nuestra experiencia en Internet al precipicio de la
repugnancia. Según Cory Doctorow, en un augurio quizá demasiado drástico (u
optimista, según se mire), el final lógico de esta deriva capitalista es la
muerte de las plataformas en cuestión.
Recientemente, en una conferencia, Doctorow explicaba los
tres pasos necesarios para la mierdificación. El primero es acabar con la
competencia, «algo que Estados Unidos lleva fomentando los últimos 40 años». Lo
fundamental es que todo esté manejado por muy poquitas manos. Así funciona el
tinglado. Amazon, por ejemplo, se tomó como una cruzada personal terminar con
una web que vendía pañales por Internet. Esta empresa se llamaba Diapers.com y,
como le iba bien el negocio, al principio rechazó las ofertas que le hizo el
gigante del comercio en línea. Acto seguido, Amazon empezó a vender pañales a
precios irrisorios, hasta comprometer la viabilidad de Diapers.com, que acabó
vendiendo. Esa fue también la estrategia habitual de Google: «Google inventó un
motor de búsqueda espectacularmente bueno hace 25 años. Ese motor de búsqueda
le abrió las puertas de los mercados de capital, lo que proporcionó a Google un
cheque en blanco para comprar a sus competidores. No importa que todo lo que
haya desarrollado la propia Google haya sido un fracaso: su plataforma de
vídeos, los globos aerostáticos para ofrecer wi-fi, las ciudades inteligentes,
su red social Google+… Ni siquiera pudieron conseguir que su lector de RSS
funcionara. Pero nada de eso importa porque pueden comprar las empresas de los
demás», explica Doctorow.
El segundo paso para la mierdificación se produce cuando las
grandes compañías tecnológicas, gracias a su posición de monopolio y a su
influencia en la redacción de las leyes, son capaces de cambiar las condiciones
de uso de su servicio siempre que quieran. Pueden hacerlo porque el único que
se compromete a cumplir lo pactado es el usuario. Ellas no están sujetas a
ningún compromiso y pueden cambiar las reglas del juego cuando les apetezca,
sin explicaciones, sin transparencia. Y esto afecta a todo: tanto a las leyes
sobre privacidad, como a los algoritmos de búsqueda, como, incluso, al precio
que deben pagar a los creadores. «Eso convierte a las plataformas –continúa
Doctorow– en un casino amañado en el que la cuantía de los premios varía minuto
a minuto, con lo que es imposible para los usuarios o los clientes hacerse una
idea de cómo conseguir un acuerdo justo».
El tercer y último paso consiste en usar la legislación
tecnológica pero no para cumplirla, sino para utilizarla contra los usuarios
rebeldes. Por ejemplo, contra aquellos que fomentan la interoperabilidad (algo
que todas estas compañías hicieron en sus inicios: así consiguió Facebook
drenar MySpace y llevarse a sus miembros). «Cuando se dan estos tres factores,
la mierdificación se vuelve inevitable», asegura Doctorow.
Nadie se salva de la
‘mierdificación’
¿Hay algún gigante de Internet que se salve de la quema?
Parece que no. YouTube ha declarado la guerra a los bloqueadores de anuncios.
Instagram ha cambiado su algoritmo para promover cuentas populares y colar más
publicidad. Amazon Prime también empezará a emitir anuncios y sus clientes, que
ya pagan por la suscripción, sólo podrán saltárselos pagando más. Disney+ ya ha
subido sus precios en España. TikTok, según un artículo publicado en Forbes,
hace trampas con el botón «Para ti»: no sólo te recomienda vídeos que el
algoritmo calcula que te pueden gustar, también lo hacen, premeditadamente y en
secreto, los empleados de TikTok y de su empresa matriz, ByteDance. Esta
práctica se llama heating, y está pensada para calentar un vídeo, otorgarle
muchas reproducciones de forma artificial y convertirlo en viral. Así pretenden
asociarse con influencers y marcas. Todo, por supuesto, sin señalar que se
trata de contenido patrocinado.
Como explica Doctorow, cuando TikTok haya enganchado a esos
influencers y esas marcas, dejará de calentar sus vídeos. Y una vez
enganchados, tocará exprimirlos para los inversores. Mucha gente ha pasado por
la misma experiencia en Twitter: cuentas con cientos de miles de seguidores han
visto cómo sus visualizaciones bajaban en picado. Sus mensajes, simplemente, no
llegaban a su audiencia. ¿Qué tenían que hacer para volver a ser escuchados?
Pagar los 8 euros al mes que cuesta Twitter Blue, el check azul, la
verificación que antes era gratuita.
En resumen, la mierdificación empieza con una web amigable
que provoque la fidelización del usuario. Una vez atrapado, no tendrá más
remedio que tragar con algunos cambios negativos. ¿Quién no ha pensado alguna
vez en dejar WhatsApp? Sin embargo, muy poca gente lo hace. Allí están todos
sus contactos y no quieren perder ese medio para comunicarse con ellos. Lo
mismo ocurre, de alguna forma, con Amazon. Cuando la realidad salió a la luz ya
era demasiado tarde: los compradores no pueden encontrar lo que les gusta en
otros sitios porque esos sitios han cerrado (por culpa de Amazon). Y para los vendedores
es igual: ya no pueden colocar sus productos sino es a través de Amazon, que se
lleva una enorme comisión por ellos.
Para detener esta deriva y volver al «buen Internet de los
inicios» hacen falta, a juicio de Doctorow, leyes contundentes contra los
monopolios. Si no, ya lo hemos visto, todas las grandes empresas tecnológicas
tienden a la mierdificación.
Manuel Ligero



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