El odio


En los tiempos y las circunstancias que estamos atravesando, se ponen en juego muchos valores.

Especialmente los más importantes, los más profundos y nodales.

No estamos para chiquiteces.

Y parece que el odio y la crueldad, están de moda.

Aristóteles afirma que  la ira es un deseo de causar un estado de pesar, pero el odio es un deseo de hacer un mal, ya que el que siente ira quiere apercibirse del dolor que causa, lo que implica cierta empatía. En cambio el que siente odio, no le importa nada del otro. La empatía no existe.

Carlos Thiebaut en su ensayo titulado Un odio que siempre nos acompañará afirma que, “aunque se quiera tomar distancia es difícil ya que los odios acaban por definirnos”. Desde esta perspectiva, se afirma la paradoja de que, en ocasiones, expresamos los límites de nuestra identidad odiando determinados conceptos abstractos que consideramos detestables, pero ese ejercicio consiste precisamente en utilizar una negatividad en forma de odio, que era precisamente el origen de nuestra crítica inicial a esos conceptos abstractos. En palabras de Thiebaut, “odiar cruelmente la crueldad, nos pone ante la paradoja de que nosotros mismos somos crueles cuando más la rechazamos”. Al odiar algo odioso, en cierta forma hacemos un ejercicio de negatividad que nos vincula con el objeto de nuestra crítica.
Sostiene que “los odios políticos pueden nacer de un desprecio (a las mujeres, a los homosexuales), pero se consolidan porque lo odiado se entiende como amenaza, como un peligro que, a su vez, nos odia”. El odio es una emoción, que puede ser manipulada –especialmente por demagogos– y ha tenido históricamente gran poder movilizador, precisamente por las vinculaciones con el binomio identidad/alteridad. Los odios públicos buscan causar mal a un colectivo concreto y suelen ser caldo de cultivo para diversas manifestaciones, como los delitos de odio o los genocidios....

Es que el amor corre peligro constantemente. En cambio el odio no asume riesgos.

El amor implica construcción, tiempo, dedicación y estima.

El odio destruye todo con muy pocas herramientas y en muy poco tiempo.

Y, lo peor, es que volver a construir amor lleva el doble de tiempo.
Primero debemos deconstruir para poder volver a reconstruir.

Por otra parte el odio utiliza atajos que nos son cómodos, como la obediencia.

…”se ha escrito mucho después de Auschwitz acerca de las malsanas consecuencias del imperativo categórico kantiano. La pregunta que nos hacemos es: ¿Cuál puede ser el goce de obedecer? ¿Qué satisfacción encuentra el hombre en la obediencia ciega a leyes insensatas? No son preguntas banales, pues habitualmente, se vincula al goce con la transgresión, no a la obediencia de la ley.
Tomemos el problema desde lo más obvio y superficial. Al obedecer, el hombre sale de la incertidumbre; gana una certeza que raramente podría conseguir si piensa o razona. Entonces, si el hombre se somete al imperativo, tiene derecho a su vez a someter al prójimo. En Argentina, esto se hizo manifiesto con la ley de obediencia debida, que eximía de culpa y cargo a los torturadores.”

(Pablo Garrofe, psicoanalista, del libro Lacan entre el arte y la ideología)

Esta reflexión de Pablo me lleva a entender por qué tantos argentinos, no solo votaron a Milei, si no que aún hoy lo sigue apoyando, a pesar de lo mal que la están pasando.

No es una cuestión de esperanza o fe. Es pura obediencia y comodidad.

En muchos casos es más “fácil” resignarse a una enfermedad que intentar su cura.

No hay mal que dure 100 años, dice un dicho popular.

Pero no hace falta tanto tiempo para que nos destruya.

No es cuestión de tiempo, es cuestión de rumbo.

Y  recordemos que la democracia es una contingencia que, de tanto en tanto, nos permite la oligarquía.

Alberto Oneto

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