La capitalización del pasado

A veces se abusa de los conceptos y es muy frecuente que los hombres y las  mujeres de mi generación se autodesignen como sobrevivientes de los años de la represión militar que desde el Estado se desencadenó entre 1976 y 1983. Creo que el concepto de sobreviviente es un concepto que no debiéramos aplicar con demasiada espontaneidad. ¿Habremos sobrevivido a lo que ocurrió? ¿Somos posterioridad, somos quienes hemos reelaborado lo ocurrido, o somos síntoma, es decir, un cuerpo que ante la imposibilidad de tramitar conceptualmente lo que ocurre toma la forma de una patología? No lo sabemos con seguridad. 

La memoria, más que un acto evocativo a través del cual traemos lo sucedido al presente, es esencialmente el estado de lo sucedido tal como se lo encuentra en el presente. La auténtica memoria no retrocede para traer de atrás hacia adelante. La auténtica memoria evidencia en qué estado espiritual se encuentra lo ocurrido en nuestra constitución actual. El hombre memorioso no evoca, encarna. Basta oírlo hablar, sin evocar, para saber de dónde proviene, es decir qué ha hecho de él aquello que vivió. Quien proviene de un pasado evidencia el estado de ese pasado en el modo como vive su presente, en las exigencias que tiene para con su actualidad.

Uno de los recuerdos más conmovedores que yo tengo de Roland Barthes, el crítico francés, proviene de un reportaje que brindó muy poco antes de morir. Quien lo entrevistaba le preguntó cuál era su mayor aspiración, y él dijo: "Quisiera llegar a ser un hombre del siglo XX". No dijo que lo era, dijo que le agradaría llegar a serlo, lo cual me llevó a pensar que una cosa es la coetaneidad, y otra cosa, la contemporaneidad. Nadie puede jactarse de ser una mujer o un hombre del siglo XX por haber nacido, digamos, en 1971; eso es una fatalidad biológica, no un atributo personal. Se pertenece a un siglo por el modo como nos apropiamos de su problemática, por el modo en que la problemática de ese tiempo pasa a formar parte de nuestra intimidad, de los problemas íntimos de cada uno. Hombres y mujeres preocupados por los problemas de nuestro tiempo lo somos todos, pero contemporáneos son aquellos en quienes cada época imprime su sello. Y eso es transformar a esa época en un problema personal, en materia creadora. Y materia creadora no quiere decir únicamente materia literaria, quiere decir esencialmente civismo, porque el civismo es la forma más alta de la creatividad personal, porque es cuando podemos fundir la intimidad con los problemas de nuestro tiempo. Una sociedad que cuenta con ciudadanos es una sociedad culta, porque ha hecho algo con el pasado, ha podido aprender de su experiencia. La cultura no es la experiencia que tiene un pueblo. La cultura es el destino interpretativo que a esa experiencia le da un pueblo. Si la nuestra no es aún una sociedad todo lo culta que sería necesario no es porque no le hayan pasado cosas, sino porque aún no ha decantado, metabolizado, elaborado con espíritu auténticamente creador todo lo que le sucedió. 

Sin embargo, somos una sociedad más culta que hace treinta años, porque hemos aprendido a reconocer ciertos límites para el despliegue de nuestra vida cívica. Sabemos decir: hasta aquí, sí; más allá, no; de este modo no, de este modo sí.

La esperanza no nace cuando creemos que todo va a andar bien, sino cuando advertimos, en el panorama homogéneo del presente, un matiz que desmiente la universalidad de esa homogeneidad. Cuando en ese presente aparecen matices que relativizan el valor universal de un diagnóstico, tenemos porvenir. Porque el porvenir lo tenemos ahora, no lo vamos a tener mañana. Se tiene porvenir en el presente.

Quiero recordarlo porque entre 1976 y 1983 supimos tener porvenir. Encontramos el modo de no consistir exclusivamente en lo que hacían de nosotros. Sartre dice algo espléndido: "No importa lo que el pasado ha hecho de nosotros, sino lo que nosotros hacemos con lo que hicieron de nosotros". 

En aquellos años en que la consigna era morir, muchos decidimos vivir, hacer lo posible para vivir, para generar espacios alternativos donde la vida tuviera dignidad En 1980, escribí un texto en el que evocaba lo que nos había ocurrido en la Universidad a partir de 1975: "Una cultura de catacumbas". 

"Designo así al trabajo creador que no tiene marco institucional. Florece, y muchas veces se marchita, fuera de las universidades, lejos de los poderosos medios de comunicación masiva, desconoce los atributos del debate abierto y toda clase de apoyo académico o aliento oficial. Inversamente, se nutre del contacto en pequeños grupos, de la polémica a media voz, de la pasión por la verdad y la discusión entre cuatro paredes. Crece contra toda censura porque lo que buscamos, en suma, son los medios y el modo que Impidan que esta época difícil de vivir se convierta irremediablemente en un tiempo que nos disuada de pensar". 

Debemos distinguir muy bien lo que es el pluralismo, es decir la posibilidad de una multiplicidad de manifestaciones culturales, de lo que son los sucedáneos de la libertad. En los años 70-80, prácticamente hasta 1984, sostuvimos como pudimos, los hombres y las mujeres de mi generación -que en ese entonces andábamos por los 30 años-, una convicción fundamental: hay Nación donde hay sentido de la interdependencia, hay autoritarismo donde una parte sustituye al todo. La libertad abre la posibilidad de iniciar la conquista de la interdependencia. Cuando uno evoca los episodios bíblicos que nos transmiten esta convicción, el más relevante es siempre el de la salida de los judíos de Egipto. Los judíos no fueron libres cuando pusieron fin a la esclavitud. Cuando pusieron fin a la esclavitud, no tenían amo pero aún no eran dueños de sí mismos. Para eso tuvieron que prepararse cuarenta años. La libertad no es el estado de disponibilidad en que nos deja la ausencia de autoritarismo, es el proyecto que elaboramos a partir de esa disponibilidad para constituirnos en seres responsables. 

La Argentina no es una nación plenamente democrática, lo sabemos bien. Pero la posibilidad de que llegue a serlo sólo se puede dar en el marco de la precariedad actual. Porque esta precariedad plagada de desaciertos, tiene matices. Y sin matices no hay porvenir. 

En una democracia cabal, la realidad es equívoca, metafórica, alusiva, sugestiva, un gesto apenas, y por eso es tarea, porque necesita ser interpretada. Ahora, veinticinco años después, perteneciendo ya a una generación de hombres y mujeres maduros, uno se da cuenta de que le ha tocado protagonizar un momento decisivo en la historia de este país. Quien recuerda no tiene derecho a ser pesimista, quien olvida, sí. 

Todos los tiempos han sido el peor de los tiempos, todos. 

Hay una página memorable de Virgilio, que llegó hasta nuestros días, una carta en donde le escribe a Mecenas, el amigo que lo ayudaba a sobrevivir en Roma: "Querido amigo mío te suplico que me prestes una quinta en las afueras de Roma, porque el estruendo de estas calles, la violencia del tráfico, los gritos de la muchedumbre, el aire irrespirable de Roma en el verano hacen imposible vivir aquí. No se puede escribir en un lugar así, te suplico, dame una chacra en las afueras de Roma'.

Y también existe la convicción inversa, la que tuvieron los iluministas del siglo XVIII: "Vivimos en el mejor de los tiempos posibles, hoy la razón impera en el mundo y, de la mano de la razón, el hombre va a progresar y dejar atrás la barbarie, la incultura y la violencia" No fue así. 

La paradoja más desgarradora de nuestro tiempo es que el progreso y la barbarie van juntos y se nutren el uno del otro, como se nutrió la barbarie de los campos de concentración de un país con la tecnología de Alemania, en ese momento histórico. Por lo tanto, no le podemos pedir a la técnica progreso, debemos pedirle progreso al hombre que se vale de la técnica. ¿Y qué es progresar en el orden ético? ¿Llegar a ser buenos? No, cuando los hombres son buenos asesinan sin culpa. No se trata de ser buenos, se trata de ser críticos, de saber que uno no tiene toda la razón porque si no el otro está de más. Lo mejor es enseñar con espíritu crítico, es decir, sabiendo que es posible advertir mejor lo que se intuye, comprender mejor lo que se sabe, liberar mejor lo que se sabe de la certeza que se tiene de conocerlo. 

Nadie puede jactarse de poder ejercer la sensibilidad democrática como debiéramos ejercerla, pero es posible saber si aprendemos, y el indicio de que aprendemos es que descubrimos que estamos equivocados, es decir, que podría ser mejor nuestra manera de entender. 

Necesitamos una clase dirigente que capitalice el sufrimiento, que no nos diga que debemos olvidar el pasado para mirar hacia el futuro, sino que advirtamos, por el modo como nos dirige la palabra, que sabe que hemos sufrido y que respeta a aquellos a quienes se dirige porque comparte la vivencia y la meditación del dolor. Cuando no se comparte la vivencia y la meditación del dolor se trata a aquellos a quienes uno se dirige como ajenos como niños, en el mal sentido del término. 

Cuando de veras el sufrimiento ha sido metabolizado por quienes tienen la responsabilidad de la dirección política de la Nación, se habla con sentido de la intimidad, se sabe que se comparte el lugar del que se proviene y el anhelo del lugar al que se quiere ir, que hay derecho a la incertidumbre en el discurso de la dirigencia.

Y en esto consiste, acaso, buena parte de la labor de los intelectuales ¿Para qué estamos en este mundo? Estamos para recordar que la distancia entre la realidad y el deseo es infinita, que la distancia entre el poder y la certeza es infinita, que es posible ser mejores, que nosotros no conocemos el camino que lleva a eso sino una senda, que es la del descubrimiento de nuestra precariedad. 

La humildad no es una virtud de la modestia, es una virtud de la inteligencia. No se es humilde porque seas modesto sino porque se ha entendido. Necesitamos una clase dirigente humilde, es decir, inteligente. La tendremos el día que sepamos gestarla y aprenderemos a gestarla si capitalizamos el dolor.

Santiago Kovadlof - 2002 

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