CACOCRACIA
La palabra "cacocracia" está formada con raíces
griegas y significa "sistema de gobierno donde mandan los
delincuentes".
Sus componentes léxicos son: kakos (mal,
malo), kratos (poder, gobierno), más
el sufijo -ia (cualidad).
Esta palabra nunca la tuve en cuenta hasta leer el artículo
que sigue, escrito por Martín Caparrós en el 2021. Un par de años antes que
asumiera nuestro presidente actual.
Creo que hoy, Martín, hubiera tenido el ejemplo perfecto.
Los dejo con su excelente verba....
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“¿Y si fuera que son un poco bobos? Digo: bobos en el
sentido más amable de la palabra, ningún insulto, ninguna mofa o befa; solo la
descripción de que a estos señores que nos gobiernan la cabeza no les da para
tanto. Sería una idea realmente amable: que no lo hacen por maldades y
perversiones y ambiciones y corrupciones y avideces y lameculismos varios sino
por simple y muy pura ineptitud. Es una idea amable y, en realidad, desesperante.
Porque durante años caí una y otra vez en el optimismo
patriótico de imaginar que la incapacidad de los dirigentes era un drama
argentino, pero cada vez veo más claro que no: que sucede en –casi– todas
partes. Entonces sí uno puede preguntarse por qué razones más allá de
folletines patrios, condenas del folclore.
(Sucede en todas partes: ahora Trump y los suyos han hecho
mucho por la autoestima mundial. Solía ser antipático pensar que los nuestros
eran horribles pero los americanos eran maravillosos. Nunca lo fueron, pero lo
disimulaban muy bien; con la careta de Trump –y sus adláteres– la careta se les
cayó al carajo, y ahora desesperan por volver a ponérsela. Y, aunque los
biempensantes del mundo hacen todo lo posible por ayudarlos, sospecho que Biden
no da para tanto.)
Aquí y ahora –Madrid, sin ir más lejos– diversas pestes nos
acechan. Una común, la del bicho, contraataca. Mientras tanto, una más parcial
–la nieve inusitada– atacó en estos días. Ante ambas las respuestas de las
autoridades fueron de una ineptitud descomunal. No supieron prever los
desastres del meteoro –que todos los meteorólogos venían anunciando–, no
supieron usar los recursos que tenían para repararlos, no supieron nada –y nos
pasamos diez días más o menos aislados. Como tampoco saben encontrar el balance
entre salud y economía que les permita mantener medio vivas una y otra. El
problema es que cuando uno ve y escucha a las personas encargadas de hacerlo,
no se extraña de que las cosas vayan como van. Y entonces vuelve el antiguo
argumento: ¿no será simplemente que son un poco tontos?
Parece un argumento caprichoso, livianito; creo que habría
que tratar de darle peso. Hay que ver, para empezar, de dónde vienen. Los
gobernantes contemporáneos son, en su inmensa mayoría, empleados de partidos
políticos, mujeres y hombres que decidieron hace tiempo dedicar sus habilidades
a trabajar y prosperar dentro de esas estructuras. No son personas que hayan
destacado por su inteligencia, su comprensión de ciertos fenómenos, su
imaginación para pensar proyectos; son personas que han dedicado sus vidas a
sobrevivir dentro de estructuras burocráticas oscuras, llenas de amigos
efímeros y enemigos encarnizados, donde nada ofrece tanto rédito como saber a
quién acercarse, de quién alejarse, qué decirle a quién con la sonrisa y qué
callar cuando conviene. Digo: el set de habilidades que hace que una persona
vaya escalando posiciones en un partido político no contiene casi nada que
sirva cuando esa misma persona, ya escalada, debe conducir un país o una ciudad
o un ministerio. La mayoría de ellos accede a puestos muy por encima de sus
capacidades reales –o muy alejados de sus áreas de capacitación–; en ellos
podrían, en el mejor de los casos, escuchar a los expertos, pero tampoco suelen
hacerlo. La mezcla de vanidad y paranoia los lleva a creer más que nada en sí
mismos, o sea: a creer en nada.
Hace unas semanas lo discutíamos con mi amigo Alejandro
Katz, que deploraba la distancia que hay en la Argentina entre políticos y
especialistas y que no hubiera “un saber asociado con el poder”. Y daba el
ejemplo de un ministro de Educación que no tenía la menor formación en
educación. Entonces yo le decía que sí había un saber asociado con el poder:
ese saber –laboriosamente adquirido– de cómo funcionar en el poder o sus
inmediaciones, que es lo único que les garantiza mantenerse allí y que, por lo
tanto, hace que los que están allí son los que saben eso: lo que el pobre
Darwin llamaría una ventaja evolutiva. Entonces, ¿para qué dedicarte a estudiar
los sistemas educativos si sabés que la vía para ser ministro de educación es
esta otra? ¿Que si los estudiás, con suerte vas a ser viceministro o asesor,
que el ministro lo que tiene que saber son otras cosas?
Los políticos –y así, los gobernantes– se nutren de ese
saber menor, que se demuestra completamente inútil en el momento de armar y
conducir proyectos de país. Está hecho de pequeñeces, de saber administrar las
mezquindades. Y para colmo, con perdón: sus cultores y usuarios no son gente
particularmente notable. Es feo, grosero de decir pero todos ustedes saben de
qué hablo: muchos han estado en colegios y facultades donde algunas chicas y
chicos destacaban por su talento, por su inteligencia: ¿recuerdan que alguno se
haya dedicado a la política? Lamentablemente para todos, es muy raro.
Hubo tiempos en que la cacocracia era casi inevitable:
épocas primitivas en que gobernaba un señor por el único mérito de ser hijo de
su papá, que ya había gobernado. Entonces no había forma de corregir –salvo la
revolución y el regicidio– si ese señor era un poco tarado. Para eso,
supuestamente, entre otras cosas, se inventó la democracia: para poder elegir a
los mejores como cabezas y manos del gobierno. Algo, en algún momento, no
habría funcionado.
Ahora la mayoría de los políticos juega un juego peligroso:
en las últimas décadas consiguieron convencernos de que la política democrática
es un asco, un juego de compromiso y componenda, una oportunidad para
comodidades y negocios sucios, reservada para unos cuantos profesionales del
asunto, con lo cual la gente que se cree decente o se cree inteligente o tiene
otros intereses no se mete –y ellos pueden conservar el monopolio. Es riesgoso:
si nos convencen demasiado pueden terminar por quedarse sin trabajo por mera
desaparición de sus instituciones –pero ya hemos visto que pueden convencernos
bastante mucho y conservarlo.
Han conseguido, en cualquier caso, que casi todos vean a la
política como cacaculopís y entonces los mejores –con perdón otra vez–
principiantes piensan en inventar máquinas y programas, salvar vidas, ganar
mucho dinero, triunfar en algún arte, desentrañar el universo, ser youtuber,
pero son muy escasos los descollantes de 15 o 20 años que dicen voy a ser
político. Ya no se hace. Nos quedan estos, los que no supieron pensar o
concretar nada más y chocan, una y otra vez, contra sí mismos. El lío es que en
el choque, como suele pasar, los que se joden son los pasajeros.
Es un problema: si fueran malvados se podría esperar que
llegaran los buenos. Si solo son un poco tontos las esperanzas se hacen más
difusas: que podamos convencernos de que la política es la única forma de
cambiar en serio nuestras vidas –y que, por lo tanto, vale la pena que los
mejores se dediquen a ella. O que, en su defecto, haya algo así como una
inteligencia colectiva que supere las carencias personales. Eso sí que sería
papita para el loro”
Alberto Oneto
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