Mi primera vez

 

Paraíso

Todo empezó como una aventura y terminó siendo una novela.

Yo tenía 17 años.

Lo hicimos con dos compañeros del Otto Krause. No eran amigos. Solo compañeros de los cuales ni siquiera recuerdo los nombres.
Si recuerdo que uno era gordo y petiso y el otro flaco y alto. Ambos rubios.

Nos decidimos y lo hicimos. Esas cosas que se hacen a esa edad, en esa época.

Los tres éramos inexpertos. Pero nos seducía la aventura.

Recuerdo que tomamos un micro, en el cual íbamos a estar 48 horas con el culo en el asiento.
Para peor las únicas ubicaciones que conseguimos eran al fondo. Al lado del baño y, aún peor, al lado del motor.

En esa época el aire acondicionado era para los pasajeros pudientes. Para nosotros, ventanilla abierta.

Llegamos con el culo prendido fuego. Pero felices.

Como todos los inexpertos, no sabíamos que en pleno Carnaval conseguir alojamiento en Río de Janeiro, sin reserva previa, es una boludez importante.

Consecuencia: dormimos en una plaza durante dos noches, abrazados a nuestras valijas.

Al tercer día, el gordo y petiso, pela una libretita y nos dice que, de pedo, tenía anotada la dirección de un flaco que vivía en Río y con el cual se enviaban cartas periódicamente.

Vamoooooo.

El flaco vivía en Leblon, que como todos sabemos, era el barrio más cheto de la Ciudad Maravillosa en los años 70.

Suponíamos que nos iba a pegar una patada en el culo antes de abrir la puerta, pero perdidos por perdidos caminamos un rato largo hacia nuestra Meca.

Tocamos el timbre y Wilson nos abrió la puerta. Intercambiaron pocas palabras con mi compañero en un idioma imposible, y en el acto nos invitó a pasar a su enorme, lujosa y maravillosa casa, previo abrazo a cada uno.

Después de 48 horas de viaje insufrible y de 48 horas en la calle, era como entrar al Paraíso.

Era mediodía y descubrimos que en el Paraíso, también se almuerza a esa hora.

Wilson sumo tres platos a la mesa y compartimos una exquisita comida junto a su padre, su madre y Edoardo, su hermano menor.

El gordo petiso, en un ataque de lucidez y espanto, sacó una botella de Termidor tinto de su mochila y la puso sobre la mesa como señal de agradecimiento.

Yo me quería matar.

En cambio el padre de Wilson, emocionado, tomó la botella y la guardó en su vinoteca como si fuera un Rutini 1960.

Finalmente, terminó resultando una gran jugada.

El almuerzo fue una seguidilla de anécdotas, mimos y risas.

Cuando ya nos preparábamos para irnos sin antes preguntarle a Wilson donde carajo podíamos conseguir un hotel barato, nos dice que ya había hablado con sus padres y que teníamos el cuarto de huéspedes para nosotros y que, antes que nada, podíamos disfrutar de una ducha, que era lo mejor noticia del mundo.

No entendíamos nada.

Apenas nos conocían y no solo nos abrían las puertas de su casa, si no que nos dejaban quedarnos por ese día. Y encima ducha incluida.

En la cena les expresamos nuestro eterno agradecimiento y planteamos lo de conseguir hotel.

Vimos que estaban dolidos. Entendieron que no nos queríamos quedar. Ellos pensaron siempre que nos quedábamos todo el tiempo que nosotros quisiéramos.

Superado el mal entendido, nos dimos cuenta que sí. Que estábamos en el Paraíso en serio.

Jamás dejaron que compremos algo ni pidieron nada a cambio.

En otra cena, comencé a observar muchas fotos de músicos brasileros que yo conocía. Vinicius, Joao Gilberto, María Creuza, Toquinho, y muchos más. Y en casi todas aparecía Tom Jobim.

Al otro día, le pregunté a Wilson a que se debían esas fotos.

“Es que mi tío es músico. Me llamo Wilson Jobim”

Y entendí que en el Paraíso, como siempre me habían dicho, hay ángeles.

Fue una semana y media espléndida en todos los sentidos que se pueda imaginar esa palabra, tan poco utilizada, porque no es habitual que pase.

Edoardo, el jodón de la familia, nos llevó todas las noches a todas las escolas do samba en las que, por supuesto, era archiconocido. Me enseñó a bailar samba. Me cuidó. Me emborrachó con Brahma. Y me llevaba a casa (su casa) todas las noches.

Durante el día, además de ir a la playa, Wilson nos emborrachaba de música e historias de su tío.

Mis compañeros nunca se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Creo que lo único que les interesaba era que estaban viviendo de arriba.

Una tarde, Wilson entró a nuestro cuarto con una cara de culo importante. Le costaba hablar, pero con mucho dolor nos dijo que al otro día estaban llegando familiares y que, lamentablemente, teníamos que desocupar el espacio. Terminó llorando.

Después de largos abrazos, armamos nuestras valijas y salimos rumbo a la nada. O mejor dicho a Gloria. El peor barrio de Río de Janeiro, pero barato.

 Chau Paraíso. Hola Gloria. Una paradoja.

Gloria

Después de hacer un análisis de mercado, decidimos tomar un taxi para llegar a nuestro nuevo “hogar”. No era un hotel. Era una pensión. Todo bien. El bolsillo contento.

Nos atendió una adolescente. Negra. Hermosa.

Mientras yo intentaba hablar con ella, el gordo petiso y el flaco alto, se encargaron de pagar el taxi y bajar las valijas.

Todo de 10 hasta que en el momento de subir las valijas, me di cuenta que faltaba una. La mía.

Luego de 3 segundos de obnubilación, lo único a que atiné fue a pegarle una trompada al árbol más cercano. Aún tengo el sobrehueso en mi nudillo de la mano derecha.

En definitiva. Solo tenía lo que llevaba puesto (bermuda, remera, ojotas y una riñonera con el documento y el pasaje de vuelta) y unos pocos cruceiros en mi bolsillo.

Fue un momento bisagra. Estaba acompañado de 2 pelotudos, en bolas y con documento (por suerte).

Me tuve que reinventar. Les pedí prestado unos pesos a los pelotudos y decidí resistir hasta el fin.

Después de todo, teníamos una pensión y una negra increíblemente divina como anfitrión.

La morocha vivía con su abuela, la dueña del derpa. Humildes y divinas.

Y al otro día, sucedió el gran cambio.

Los 2 pelotudos decidieron adelantar su regreso a Buenos Aires. Me dejaron toda la guita que pudieron o que quisieron, nos dimos un abrazo forzado y hasta la vista, baby.

Ahí comenzó un plan de supervivencia.

La seducción era mi mejor arma, como siempre lo fue, y comenzó un idilio platónico con abuela y nieta. Me bancaban a ultranza. Me alimentaban. Me mimaban.

Decidí quedarme con lo que tenía. No podía gastar guita en boludeces como ropa, comida, bebidas y esas cosas. Solo colaboraba con lo mínimo en la economía de mis anfitrionas.

Tenía tres actividades diarias: playa, ver telenovelas con la abuela y conocer todo lo que pudiera del barrio.

Con esta rutina logré tener un color increíble, aprender el idioma a la perfección y conocer una cantidad innumerable de putas.

Las putas, personas adorables como ya sabemos, tienen, en general, la condición que  les interesa mucho más el afecto que la guita, especialmente cuando llegan a cierta edad. Y en Gloria casi todas eran veteranas.

Las fui conociendo y fui charlando de a poco, despacito, gracias a mis clases de portugués con la tele de la abuela.
Yo era un bebé adorable para ellas. Nunca fui un objeto económico y mucho menos sexual.

Me enseñaron casi todo de la vida. Me escuchaban, pero principalmente las escuchaba. Y eso era lo importante.

Con sus pingües ganancias, me invitaban a almorzar todos los días en el lanchonete. “Su lanchonete”. Comiendo casi todos los días una exquisitez: frango a passarinho.

Así transcurrí 10 días en Río. Solo pero muy bien acompañado.

Ya no quedaba resto de dinero. Mi ropa ya estaba gastada de lavarla todos los días y secarla al sol en la playa. Tenía los pies como roca, porque para cuidar mis ojotas, me acostumbré a caminar descalzo en la playa, en la pensión y en la calle.

Y, con mucha saudade, decidí ir a la Rodoviaria para subir al micro, bajando a Buenos Aires.

No tenía las llaves de mi casa. Pero estaba seguro que mis viejos me iban a abrir la puerta.

Alberto Oneto

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