Vrindavan, la ciudad donde las viudas van a morir
Sus familias las
expulsan porque las culpan de que "su karma mató al marido". Y llegan
a ese lugar donde las espera el ostracismo
Vrindavan es un laberinto de calles estrechas y
templos majestuosos de piedra arenisca. Durante todo el día, miles de
peregrinos se reúnen a rezar al pie de las estatuas gigantes de las deidades.
Es que esta ciudad de la India tiene algunas particularidades: una son sus grandes
templos, otra que es uno de los reinos de los Hare Krishna y
-tal vez la más curiosa- es la ciudad donde las viudas van a morir.
Uno de los lugares más sagrados del hinduismo,
fue la tierra donde pasó su infancia el dios Krishna, a quien
millones de hindúes le rinden deidad. Está a 200 kilómetros de Nueva Delhi, en
ella viven unos 50.000 habitantes pero también miles viudas que llegan allí
como una suerte de destierro, empujadas por las familias de su
difunto esposo y castigadas porque “fue su karma el que mató al marido”.
Condenadas al ostracismo, sólo les queda vivir día a
día y así subsistir. Se las identifica porque casi todas van vestidas de
blanco (un símbolo de que el color se ha marchado de sus vidas) y con una
tinaja en la mano: les servirá para pedir limosna y esperar que
alguien les acerque un plato de comida, mientras van a los templos a
cantar, rezar y llenar su débil estómago.
Casi como parias, muchas de ellas analfabetas, la creencia
de hacerles sentir culpables de la muerte de su esposo es también su propia
condena: no pueden volver a casarse, sus familias las denigran, y sólo
llegan a esa ciudad llena de templos a esperar el día de su muerte.
Vrindavan, por dentro
En su libro “El hambre”, el escritor y
periodista Martín Caparrós cuenta con exquisita pluma el
dolor de vivir en Vrindavan. Y el de ser viuda en Vrindavan. En su
relato detalla: “En la India es malo, entre tantas otras cosas, ser una
viuda. Lo fue, brutalmente, durante muchos siglos: cuando moría un señor, los
indios solían cremar con él a la señora”.
“La costumbre se llamaba satí, y cuando los malvados
colonizadores ingleses decidieron prohibirla, hacia 1830, hubo sublevaciones.
Hasta bien entrado el siglo XX siguió habiendo casos, más o menos clandestinos,
de quemazón de viudas; es probable que todavía quede alguno…”
Y continúa: “Pero, aún sin fuego, ser viuda sigue siendo un
mal destino: se supone que fue el karma de la mujer que mató a su marido, y eso
las condena al ostracismo. No pueden casarse de nuevo, no pueden trabajar, no
pueden nada. Muchas se quedan solas, sin recursos, y otras, peor, tienen
familia pero la molestan”.
Fiel a su lúcida mirada literaria, Caparrós cuenta en
su libro: “Quien muere en Vrindavan no es tan privilegiado como quien muere en
la ciudad todavía más sagrada de Benares, pero habrá avanzado mucho en su
intento de llegar al moksha, el final de la rueda de las reencarnaciones, la
disolución en la Unidad divina, la forma hindú del paraíso: la muerte más
definitiva. Morir aquí es un privilegio; morir, aquí, es un privilegio. Para
morir vinieron”.
El desamparo más cruel
Era tal la precariedad de sus vidas, y tan notoria la falta
de respuestas del Estado a un drama cotidiano, que en 2012 la Corte Suprema de
la India tomó en cuenta las denuncias de maltratos que sufrían
y dictaminó que el gobierno debía proporcionarles comida,
atención médica y un lugar limpio donde vivir.
Según cuenta The New York Times, desde entonces
se pusieron en marcha varios proyectos gubernamentales, incluyendo la
construcción del Krishna Kutir, o casa de Krisna. Muchas de las viudas que
viven ahí llegaron solas en tren, procedentes de aldeas que están a cientos de
kilómetros de distancia, con ropas sucias y desgarradas, y algunas de
ellas con heridas graves. Sus propios familiares las golpeaban.
Y recuerda que era común ver que cuando morían, a veces los
basureros metían su cuerpo en una bolsa de yute y lo lanzaban al río Yamuna,
uno de los ríos sagrados del hinduismo que serpentea la ciudad.
La religión, clave en la vida
En su blog de viajes “Mochilas en viajes”, los porteños
Lucas y Ludmila recuerdan el relato de su experiencia al visitar Vrindavan. Y
la entienden dentro del contexto histórico: “Hasta 1829, si una mujer
desgraciadamente enviudaba, la costumbre del satí la obligaba
a tirarse a la pira funeraria de su difunto marido, muriendo inmoladas junto al
cuerpo. Los ingleses abolieron esta práctica en el periodo colonial. Si bien
hoy no se continúa usando la práctica del satí, la realidad no es nada fácil”,
cuentan.
Y detallan: “Una mujer, cuando se casa, pasa a ser parte de
la familia del marido. Si éste se muere pasa a ser una mera propiedad. Sin
importar la edad que tenga. Hay viudas de 15 años y las hay más grandes. Todas
pasan por lo mismo. Son las culpables de la desgracia del marido".
Así llegan a esa suerte de “destierro” a lugares como
Vrindavan, viviendo en pésimas condiciones; compartiendo el cuarto con 10
mujeres, en el mejor de las casos. A vivir de mendigar.
Se cree que el 30% de quienes viven en la ciudad son viudas.
Y son fáciles de reconocerlas: van vestidas de blanco con una vasija de
metal para almacenar la comida y plata que recolectan en su permanente dar
vueltas por la ciudad.
Así viven y mueren las viudas en Vindravan, la ciudad que no
eligieron para vivir pero a la que llegaron para morir.
Redacción Clarín
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